Descripción
Mendel, el de los libros
Como en muchas de las historias de Zweig, conocemos a Jakob Mendel a través de un misterioso personaje que vuelve, después de más de veinte años, al Café Gluck, en Viena. En sus recuerdos caóticos aparece la figura de Mendel, “el mago y agente de los libros”, esa obsesiva figura capaz de estar sentado inmutable, hipnotizado por la lectura.
Leía como otros rezan, como juegan los jugadores y como los borrachos se pierden con la mirada en el vacío; leía con un ensimismamiento tan conmovedor que desde entonces observar la lectura de otras personas siempre me pareció profano.
El candelabro enterrado
A través de un objeto, cuyo valor es inestimable, conocemos la historia de una persona llamada a soportar sobre sus espaladas una enorme responsabilidad. A través de esa persona, conocemos la historia de un pueblo y su forma de entender el mundo. Una vez más, Zweig despliega un relato que dosifica en partes iguales tensiones, tristezas, aprendizajes, miserias y virtudes. Una historia tan bien escrita como adictiva.
A veces los perros aullaban porque los humanos, ahogados en su propio miedo, se olvidaban de alimentarlos; a veces retumbaba el sonido de una tuba por encima de las murallas, cuando había cambio de guardia. Pero la gente en sus casas contenía la respiración. Derrotada estaba la ciudad, la vencedora del mundo, y cuando de noche el viento atravesaba los callejones vacíos, sonaba como el lamento abatido de un herido que siente las últimas gotas de sangre escapando de sus venas.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer
Veinticuatro horas alcanzan para que una vida monótona cambie para siempre. Abandonar una familia, perseguir la pasión, enamorarse como si fuera la primera vez. Como un prisma maravilloso, cada lector y lectora que se asoma a esta novela puede ver distintas formas y razones para hacer estallar una vida en mil pedazos, en mil miradas.
El sistema judicial estatal seguramente decide sobre estas cosas con mayor rigor que yo; tiene la obligación de proteger sin piedad las costumbres y convenciones universales: eso lo obliga a condenar en lugar de perdonar. Personalmente, me genera más placer entender a las personas que juzgarlas.